Huit semaines ont passé depuis notre arrivée à l’aéroport de Denpasar. Huit semaines à défier les routes de Bali. A arpenter les plages de Senmiyak, d’Amed ou de notre chère Canggu. A gravir les marches des innombrables temples. A répondre « spanish » aux milliers de Balinais qui nous ont demandé d’où on venait. A se délecter devant une assiette de mie goreng, une paire de brochettes de poulet au saté ou quelques beignets de tempé.
Huit semaines à assister à des cérémonies de crémations pour tenter de mieux comprendre le complexe rapport entre la vie et la mort qui gère toute l’existence des Balinais. A monter, puis descendre, la Monkey road forest d’Ubud en pestant contre les embouteillages sans fin de la cité. A plonger tout nus avec délice dans la piscine de notre somptueuse villa (merci Badra !). A se trémousser sur les tubes les plus ringards des discothèques les plus bizarrement fréquentées de la côte est.
Huit semaines à écouter les orchestres de gamelans déchiffrer à une vitesse incroyable et dans une parfaite synchronisation une partition toute virtuelle. A rechercher la laverie la moins chère du quartier. A foncer au Coco supermarket aux dernières heures de la soirée pour passer cinq minutes à choisir une glace et finir par acheter toujours la même. A boire une bière assis à une table du beach club en attendant que le soleil ne se couche sur l’océan.
Huit semaines à ne pas en croire nos yeux en découvrant au détour d’un virage une rizière splendide, une falaise au pied de laquelle se fracassent les vagues d’un bleu indigo. A enfiler un sarong pour se fondre dans la population à l’entrée des temples, juste avant les cérémonies de Galungan ou de Kuningan. A prendre soin de nous, à grand coup de rasoir chez les barbier pour l’un et de coups de mains habiles au salon de massages pour l’autre. A critiquer les Chinois qui viennent ici en coup de vent, mangeant dans les restaurants chinois, voyageant en bus des compagnies chinoises et dormant dans les hôtels chinois. A négocier les prix des taxis. Ou des motos. Ou des chaises-longues sur la plage. Ou de tout ce qui peut s’acheter.
Huit semaines tout simplement à vivre pleinement. A redécouvrir une île qui chaque jour nous plaît davantage. A retomber amoureux de Bali, des ses habitants, de ses temples, de sa vie unique. A se redemander sans cesse : « quand est-ce que l’on revient ? »
Han pasado ocho semanas desde que llegamos al aeropuerto de Denpasar. Ocho semanas para desafiar los caminos de Bali. Para caminar por las playas de Senmiyak, Amed o nuestro querido Canggu. Para subir los escalones de innumerables templos. Para responder « español » a los miles de balineses que nos preguntaron de dónde veníamos. Para disfrutar de un plato de goreng, un par de brochetas de pollo ensartadas o unos bueñuelos de tempé.
Ocho semanas para asistir a las ceremonias de cremación para tratar de comprender mejor la compleja relación entre la vida y la muerte que maneja la vida de los balineses. Subir y bajar, el bosque del camino de los monos de Ubud, despotricando contra los interminables embotellamientos de la ciudad. Para bucear desnudos con deleite en la piscina de nuestra suntuosa villa (¡gracias Badra!). Unos bailoteos con las canciones más kitch de los clubes nocturnos más raramente frecuentados de la costa este.
Ocho semanas para escuchar las orquestas de gamelans descifrar a una velocidad increíble y en perfecta sincronización una partición totalmente virtual. Buscar la lavandería más barata en el vecindario. Ir al supermercado Coco a última hora de la noche para pasar cinco minutos eligiendo un helado y comprar siempre el mismo. Beber una cerveza sentados en una mesa de club de playa mientras esperas que el sol se ponga sobre el océano.
Ocho semanas para no creer en nuestros ojos al descubrir a la vuelta de una curva un espléndido campo de arroz, un acantilado al pie del cual rompen las olas de un azul índigo. Para ponerse un pareo y mezclarse con la población a la entrada de los templos, justo antes de las ceremonias de Galungan o Kuningan. Para cuidarnos, a manos de las peligrosas navajas de los barberos y de las hábiles manos en las salas de masajes de la ciudad. Para criticar a los chinos que vienen con ruido y prisas, comiendo en restaurantes chinos, viajando en autobús de compañías chinas y durmiendo en hoteles chinos. Para negociar los precios de los taxis. O motocicletas. O tumbonas en la playa. O cualquier cosa que se pueda comprar.
Ocho semanas simplemente para vivir plenamente. Redescubrir una isla que cada día nos gusta más. Enamorarse de Bali, sus habitantes, sus templos, su vida única. Preguntarnos una y otra vez: « ¿cuándo volveremos? »
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Pues tendréis que volver y yo con vosotros 😀
Verdaderamente Bali ha valido la pena, empezando por la villa donde habeis estado un gran lujo los paisajes de una gran velleza, la gente las ceremonias la vestimenta, vaya que ha valido la pena, ahora lo bonito es que os queda un buen recuerdo y con ganas de volver, pues nada chicos a seguir el viaje.